Rosas y Encaje - Capitulo III- La Visita
III-
La Visita
La
semana fue un huracán de trabajo, el desfile en la casa de la señora Johnson
fue todo un éxito, tanto, que sacamos tres nuevas clientes para desfiles privados.
Dos propuestas de inversión y expansión de la tienda en Londres y Edimburgo. Y
un ofrecimiento de una amiga de Madeleine que diseñaba accesorios para ser
nuestra diseñadora de accesorios exclusiva.
No pudo
ser más productiva.
Luego
del desfile la Sra. Johnson ofreció un brindis para que sus amigas pudieran
hacer sus pedidos y en ese momento Claudia brilló, ese era su territorio, las
relaciones públicas, hablar con la gente. Mover su cabello y batir las
pestañas, no importaba que hablara con mujeres, las enamoraba igual. Todas
salían con sendas sonrisas después de hablar con mi amiga.
¿Yo? Yo
era la de los negocios, la que vigilaba que todo saliera perfecto, que la
mercancía estuviese a punto. Que los desfiles comenzaran a tiempo, que los
números dieran en azul al final de cada mes. Solo batía las pestañas cuando el
momento lo requería y a veces hasta eso era difícil.
Nathalie
siempre decía que Clau y yo éramos como las series del “policía bueno y el
policía malo”. Todos sabían quien era quien.
Para el
domingo estaba tan cansada que mi cuerpo me suplicaba que me quedara en cama,
pero había quedado en ir a almorzar con mi madre.
Me
coloqué la blusa de seda azul que ella me había regalado el día de mi
cumpleaños y decía que me quedaba hermosa porque se veían mis grandes ojos
chocolate. Yo nunca entendí el cumplido, pero ese día cuando me vi en el espejo
me di cuenta que mi madre tenía razón. La blusa me sentaba bien especialmente
ese día que hacía un sol primaveral radiante. La combiné con unos jeans. Até mi
cabello en una cola de caballo, me maquillé, de zapatos me puse unas ballerinas, no eran tacones pero tampoco
eran flip-flops.
En el
auto traté de relajarme. Visitar a mamá en ese sitio me ponía la carne de
gallinas y no porque fuese horrible, de hecho era una hermosa casa con jardines
inmensos, una gran biblioteca y tres salones de esparcimiento, además que el
trato que recibían los residentes era de un hotel 5 estrellas.
Bajé del
auto con la caja de bombones favoritos de mi madre, el chocolate era una de las
muchas cosas que compartíamos. Las veces que iba a visitarla a su casa le
llevaba una caja de bombones, ella hacía té o café y nos quedábamos horas
disfrutando de cada una de las piezas de chocolate en completo silencio, solo
interrumpido por gemidos de placer de las dos partes o un ¡oh! ¡hmmm! O “Esto es lo
mejor que he comido en mi vida”.
Tomé un
respiro profundo y me dirigí a la puerta.
La
enfermera amablemente me dirigió a donde se encontraba mi madre diciéndome que
ya me esperaba. Como siempre, mi mamá ya había tomado el control de todo el
lugar y la enfermera parecía su secretaria.
No era
fácil olvidar que por 30 años fue la vice-presidente de una de los consorcios
más grandes de la industria farmacéutica. Siempre dirigió todo como una gerente,
incluso la familia, quizá por eso mi padre no soportó. Pero yo se lo agradezco.
A los dos. Es imposible que una ejecutiva esté mucho tiempo unida a un
saxofonista que se gana la vida tocando en bares y que es dueño de un pub.
Luego de muchos años comprendí que la pasión entre ellos debió ser más fuerte
que ellos mismos, y si como peleaban, tenían sexo… bueno. Por fortuna se
separaron porque se matarían, si no era por una cosa iba a ser por la otra.
De mi
madre aprendí la mesura y la calma, tomar decisiones con “la cabeza fría” como
siempre decía ella y que la pasión tenía que ser aplicada solo a las cosas que
amamos, no a las personas que amamos.
Quizá de
ahí venía mi carácter más calmado y paciente, lo que hacía una mezcla perfecta
con el “huracán Claudia”, ella era como una fuerza de la naturaleza, pasional,
acelerada y en un ataque de rabia –o amor– se podía llevar todo por el medio.
Yo era
controlada, siempre pensaba dos veces que hacer, analizaba los pro y contras,
para mí y mi entorno. Quizá el único error de mi madre fue ser distante
emocional y físicamente. Las caricias y abrazos no estaban en su repertorio,
por ende tampoco en el mío, quizá por eso mi vida amorosa era un poco menos que
un desastre. Justo como la de ella. Quizá también por eso Will no me aguantó.
Mi pasión solo se enfocaba en mi carrera.
Solo a
las cosas que amamos no a las personas que amamos.
De mi
padre aprendí a luchar por lo que creía, sin importarme que los demás dijeran
que era imposible o que yo misma me lo dijera. También aprendí a sonreír en las
adversidades, casi nunca lloraba, porque mi papá me enseñó a reír no a llorar.
Me decía: “Anna, hija, al final del cuento el resultado va a ser el mismo”.
Llegué a
la puerta de su habitación. Levanté mi mano temblorosa para tocar la puerta, no
sabía lo que me encontraría en su habitación. Era la primera vez que entraba ya
que la veces anteriores mi madre me recibía en uno de los estudios o en los
jardines diciéndome que estaba redecorando su habitación.
¿Cómo
Alicia Roses podía remodelar la habitación de una casa de cuidados? ¿Cómo el
principal se lo permitió? ¿Cómo contactó a las personas para remodelar? Bueno,
esa era Alicia Roses.
Di par
de toques a la puerta. Escuché la voz de mi madre dándome permiso para pasar.
Ahí
estaba ella. Majestuosa y elegante, su cabello rubio moviéndose con la brisa
que entraba de la ventana y sus ojos azules fijos en mí. Yo no había sacado
ninguna de sus facciones, ni el cabello rubio, ni los ojos azules, yo era el
reflejo de mi padre. Quizá nos parecíamos un poco en los labios, carnosos y
delineados justo como los de ella, pero hasta la sonrisa era de mi padre, por
eso mi madre amaba cuando yo sonreía. Ella decía que era el reflejo de él. En
ese momento sus ojos se oscurecían y lanzaba un suspiro de nostalgia.
—Hija
—se acercó a mí y me dio un beso en cada mejilla.
Yo le
extendí la caja de bombones —Para ti.
—Para
las dos —ella la recibió y sonrió— siéntate, ya llamo para que nos traigan el
almuerzo. Es lasaña, sé cuanto te gusta y la mandé a hacer justo para ti.
¿Estás más delgada que la última vez?
¿Cómo mi
madre había arreglado que le llevaran uno de mis platos favoritos a su
habitación? No lo quise saber. Así era Alicia. Me concentré en seguir su
conversación —He tenido mucho trabajo y aunque me esfuerzo en comer bien, es
difícil.
—Espero
que sea eso y no te estés comparando con Claudia. Hija, ella es así, es su
contextura y aunque para la sociedad ella es casi perfecta, para algunas
personas, las normales como yo, consideramos que es demasiado flaca. Un hombre
pensará que no tiene por donde tomarla y…
—¡Mamá!
—la interrumpí, traté de parecer seria pero mi sonrisa me delató.
Ella rió
conmigo —¿Qué? Estoy diciendo la verdad —se acercó y acarició delicadamente mi
cola de caballo—. En cambio tú. Tu eres perfecta. Tus piernas son hermosas, tus
caderas son las de una mujer sana, tu rostro es el de un ángel y tu cabello
precioso.
Me
miraba anhelante, sabía que me veía y miraba a mi padre —Eso lo dices porque
soy tu hija.
—Eso lo
digo porque es la verdad, y no he incluido lo inteligente, honesta y
trabajadora que eres.
—Bueno
madre, ya basta. Me vas a hacer sonrojar.
—Es la
verdad.
Sonreí y
tomé aliento, como si lo que fuese a decir era un tema prohibido, que en cierta
forma lo era —¿Tú como estás? ¿Cómo va tu tratamiento?
Mi madre
ladeó la cabeza cuando vio mi expresión. Me conocía demasiado bien —¿Por qué
preguntas como si yo tuviera una enfermedad terminal? ¿Es más, por qué lo
preguntas si es tan difícil para ti?
Mi madre
descubrió unos meses atrás que sufría de Alzheimer cuando se dio cuenta que
olvidaba cosas del pasado inmediato. La guinda del pastel fue cuando un día
salió al banco y no sabía donde estaba, ni a donde iba. Entró en pánico. Luego
cuando la ayudaron a volver a casa, llamó a su médico y le detectaron la
enfermedad en su primera fase. Mi madre solo tenía 58 años.
Ella
hizo todos los arreglos. Vendió su casa para asegurarse la estadía en el hogar
de cuidados. Las ganancias de sus negocios las iba depositando en un
fideicomiso como gastos extras en caso de que los necesitáramos ella o yo.
Después me citó al banco para agregar mi firma a su cuenta, ahí fue cuando me
enteré de todo.
Traté de
ser fuerte para ella en ese momento. Pero apenas salí del banco fui a casa de
mi padre y olvidé su lema de reír en vez de llorar. Él también lo olvidó. Los
dos lloramos en el pequeño apartamento de dos habitaciones en Soho.
Volví a
la realidad y me encontré sus ojos azules inquisitivos.
—Sí
mamá, es incómodo para mí porque es triste. Pero te lo pregunto porque te amo y
porque es mi deber. Si lo quieres ver por el lado práctico, quiero saber que
tan eficiente es ese nuevo tratamiento.
Ella
sonrió y asintió. Esa era la respuesta que quería.
—Es
bastante efectivo, y aunque ya fue aprobado por el ministerio de salud, todavía
está en periodo de prueba. Pero sabes que mí siempre me han gustado las pruebas
—me dijo sonriendo.
Sacudí
mi cabeza pero sonreí. Esa era mi madre.
El
almuerzo llegó según lo programado, por supuesto. Y estuvo delicioso al igual
que los bombones y el té. El plan de pasear por los jardines quedó suspendido
por lluvia pero inmediatamente fue cambiado por otro plan igual de eficiente.
Vimos La
Novicia Rebelde por enésima vez en la vida. Mi mamá sabía que esa era mi
película favorita. Ella sentada en su cómodo sillón y yo acostada en su cama,
justo como lo hacíamos cuando era pequeña. Me quedé dormida después de la
película y me desperté ya de noche con mi madre a mi lado acariciando mi
cabello.
Las dos
nos miramos en silencio por unos minutos. Ella sonriendo y yo con las lágrimas
a punto de brotar de mis ojos. Pero me levanté antes que eso sucediera. Si
había algo que mi madre odiaba era la debilidad. Y las lágrimas por ende.
Nos
despedimos con un abrazo, justo como lo hacíamos cuando estaba en su casa, me
dio lo que sobró de lasaña “para que me alimentara como se debía”. Y salí de la
casa de cuidados.
Conduje
hasta mi apartamento con el corazón dividido entre el alivio de ver que mi
madre se encontraba bien y la tristeza de ver como una de las mejores ejecutivas
del Reino Unido se encontraba en un hogar de cuidados para enfermos de
Alzheimer.
Preferí
asirme a la primera mitad. Mi madre estaba bien.
El
comienzo de semana fue como todos. Desperté a las 6 a.m., fui a mis clases de
pilates, regresé a casa, desayuné, tomé una ducha, me vestí y tomé el
subterráneo hasta la estación Shepherd´s Bush, compré el diario, compré un café
y caminé hasta mi tienda.
Era mi
rutina y tendría que haber una catástrofe mundial para yo dejar de hacerla.
Esta vez
fui la primera en llegar pero para cuando acabé mi café y leer el diario, ya
Natalie había llegado. Juntas organizamos la tienda, revisamos cada uno de los
percheros. Limpiamos los vestidores. Y perfumamos la tienda.
Claudia
había trabajado el domingo y ese lunes era su día libre. Esa mañana me llamó
para pedirme disculpas, había salido tan cansada que no pudo ni hacer toda esa
tarea.
Pobre.
La entendía perfectamente. Los fines de semana eran terribles, o más bien, eran
excelentes, porque el centro comercial se llenaba y por ende nuestra tienda.
Pero a la que le tocara trabajar esos días, salía vuelta papilla. Por eso la
que llegaba el día después se ofrecía a hacer la limpieza que se debía hacer al
cerrar.
Ya
nuevamente en la oficina empecé a organizar el inventario de lo que había
quedado después de los desfiles y el fin de semana. El inventario de la
colección Primavera, que era nuestra colección más comercial estaba casi al
límite. Llené la planilla para el pedido on-line y lo envié. Llegaría en tres
días.
¿Cómo no nos dimos cuenta antes? Espero que el
pedido llegue antes que se acabe la mercancía. Me puedo morir si eso sucede.
Me
acerqué a la caja. Ya la tienda tenía varias clientes.
—Naty
cuando tengas un tiempo entre cliente y cliente, por favor, has inventario de
la mercancía exhibida —le dije en un susurro a mi encargada— si lo que hay en
inventario es lo que me dejó Claudia en la hoja de cálculo, estamos casi en
rojo.
Ella
asintió y me miró con sus ojos grises, casi en pánico. Ella sabía lo que eso
significaba. Organizar mercancía nueva era un castigo. Ninguna de nosotras
quería hacerlo pero si de verdad los números estaban como estaban, tendríamos
todas que trabajar en recibir, revisar, organizar y etiquetar la mercancía.
—¡Dios,
este fin de semana fue una locura! —dije en voz alta cuando sentí que tocaron
la puerta de mi oficina.
Lo
primero que vi fueron esos ojos verdes que cualquier mujer se desmayaría de ser
vista por ellos, luego esa sonrisa más allá de arrebatadora. Tragué grueso.
El dueño
de esas facciones casi perfectas era Sebastian Lace, abogado de Rosas y Encaje y hermano de una de sus
socias. Claudia.
Sebastian
era la fantasía hecha realidad de cualquier mujer, su cabello castaño claro con
crespos largos dejados casi al descuido, ojos verdes, cuerpo de escultura,
abogado con un futuro tan prometedor como su presente, sin contar con las
sonrisa y os ojos. Yo no era indiferente a sus encantos.
Tenía un
ramo de rosas en sus manos.
—Te ves
tan terrible como mi hermana me dijo que te verías.
Sonreí y
me levanté de mi escritorio. Él caminó hacia mí y me abrazó y me dio vueltas en
su abrazo. Nada era tan reconfortante como un abrazo de Sebastian.
—Me
siento justo como tu hermana te dijo que me sentiría.
Él soltó
una carcajada —Toma, te traje esto para reconfortarte un poco —me dio el ramo
de flores y un beso en cada mejilla.
Yo me
relajé con su aroma –y el de Bastian–.
—Gracias
están hermosas, se verán hermosas en la tienda.
—En
realidad —hizo una pausa— no las traje para la tienda, Anna. Son para ti.
Suspiré.
¿Por qué
no podía tener una relación tranquila y relajada con un hombre así? Sebastian y
yo habíamos tenido un conato de relación cuando nos conocimos y había sido
maravilloso de no ser porque era un casanova rompecorazones que casi rompe el
mío, que ya estaba bastante dolido.
Acaricié
su mejilla y recordé porque no estaba con él, aunque él no perdía un momento
para proponerme estar juntos otra vez. No estaba dispuesta a pasar nuevamente
por una relación tormentosa y sabía a la perfección que Bastian no había
cambiado ni una pizca desde el día que lo conocí.
Y mis
estándares había subido, de desear a un hombre guapo a uno que fuera fiel. Por
eso estaba segura que no existía “ese” hombre para mí. Pero mientras tanto
disfrutaba juguetear a la “dama en peligro” con Sebastian de vez en cuando.
—Gracias,
se verán igual de hermosas en mi casa —él sonrió— y cuéntame ¿dónde habías
estado? Tenía casi dos meses que no sabía de ti, Claudia me había comentado que
estabas en Mónaco ¿Ahora te codeas con el jet set?
—Siempre
lo he hecho querida Anna —sonrió con satisfacción y se sentó en mi silla,
siempre lo hacía, era su manera de marcar territorio, mi territorio— tengo un
cliente que está metido en un problema con unos casinos en Mónaco y San Marino,
pero al muy tonto lo engañaron y Tony y yo estamos tratando de salvarle el
trasero.
—Pobre.
—Ni tan
pobre, el bastardo es multimillonario. Nos invitó unos días a navegar en unos
de sus yates. Era impresionante Anna. Algún día te quiero llevar ahí. Nos
quedaremos en el hotel donde nos hospedamos Tony y yo y por supuesto nuestras
actividades serán totalmente diferentes a las mías con mi socio —rió—. Te va a
encantar.
Casi me
emocionaba escuchar a Sebastian hacer planes conmigo, pero como toda fantasía
se tambaleaba con solo un soplo de realidad.
—¿También
le dijiste eso a Natalie? —reí.
Él me
miró serio —No, solo a ti te llevaría a esos sitios. Solo tú lo apreciarías y
yo te apreciaría a ti en todo tu esplendor. Te vez tan hermosa cuando ríes, y
con la playa de fondo… te verías perfecta. Como aquel fin de semana en
Southampton.
Suspiré.
Ese fin de semana con Sebastian fue maravilloso, uno de los más felices de mi
vida adulta. Salíamos a la playa al mediodía luego de pasar toda la noche y
parte de la mañana haciendo el amor. Fueron tres días de comida, sexo, alcohol
y playa. Perfectos. Pero como todo lo perfecto, duró poco.
Suspiré
otra vez. Cuanto extrañaba esa época. Cuanto extrañaba un cuerpo como el de
Bastian pegado a mí besándome, acariciándome.
Lo miré
y noté en su mirada que adivinaba que había dado en el clavo.
Lo bueno
–y asqueroso– de la confianza es que se puede dar el lujo de salir a relucir
cuando le da la gana si el más mínimo pudor.
—Que
buena época —le dije— la repetiría sin dudar, bajo otros términos por supuesto
—su sonrisa se amplió.
—Tú solo
di los términos Anna —para cuando terminó de decir esa oración estaba parado
frente a mí atrapando mi rostro entre sus manos—, yo acepto todos los términos
que me impongas.
Sonreí.
Sabía que ese hombre era capaz de prometer hasta el sol y aceptar cualquier
condición con tal de llevarme a la cama otra vez. Pero a diferencia de veces
anteriores, esta vez no me interesaba.
—Los
términos los podemos discutir después —me separé de él. Sabía que Bastian no
era de confiar pero sin duda era una tentación tenerlo tan cerca—. Primero
cuéntame que te trae por aquí.
Soltó el
aire. Sabía que “el momento” había pasado —Vine a buscar unos papeles que Clau
dejó para mí. Hay que actualizar unas patentes y llevar unos documentos al banco.
—¡Oh sí!
Aquí están. Permíteme organizarlos y te los entrego ¿Quieres una taza de té?
—Yo me
lo sirvo, no te preocupes —como siempre uno de los huracanes Lace tomaba el
territorio como suyo.
Organicé
los papeles y se los entregué. Dejó una taza de té caliente en mi escritorio.
Me
levanté de nuevo para despedirlo y él tomó de nuevo mi rostro entre sus manos…
Se sentía tan bien.
—Anna,
mi propuesta sigue en pie. Podemos largarnos un fin de semana. Tranquilos, sin
que nadie nos moleste. Solos tú y yo.
Por un
momento lo consideré ¿qué podía perder? Al final Bastian era esa parte de mi
vida que nunca se iría pero tampoco se quedaba, así iba a ser siempre. Sacudí
mi cabeza. No. Yo no estaba en esos momentos para enredarme emocionalmente con
alguien que no estaba dispuesto a comprometerse. Para eso prefería estar sola.
—Tengo
meses que no sé de ti. Te pierdes durante semanas. Solo vienes porque tienes
asuntos legales que resolver de la tienda ¿Y de la nada recuerdas buenos
momentos entre nosotros y me propones irnos un fin de semana? Creo que empiezas
mal Bastian, aunque debo aceptar que las flores fueron un buen toque.
Se
acercó más a mí —¿Tu crees que te propongo esto para liberar estrés, o por que
estoy buscando pasar un buen rato con alguien? Anna, créeme tengo “amigas” para
hacer eso. Me desaparezco porque siempre me tratas así, como ahora. No te rindo
cuentas porque siempre insistes en que no somos ni seremos nada. Pero cada vez
que sé que te voy a ver, no pierdo, ni ahora ni nunca, la oportunidad de convencerte
que vuelvas a mí. Yo siempre voy a estar ahí Anna, ya sea como tu abogado, como
hermano de Claudia o como tu amante, pero siempre voy a estar ahí —sin
esperármelo, bueno, si me lo esperaba. Sebastian me besó. Suave y dulce, justo
como me besaba cuando quería convencerme de algo. Y estuvo a punto de hacerlo.
Adivinó
mi pensamiento y se separó de mí. Tomó los papeles y abrió la puerta. Asomó
otra vez esa sonrisa derrite-mujeres —Siempre —me lanzó un beso con las
carpetas en la mano y se fue.
Yo caí
desplomada en la silla. ¿Qué demonios había sido eso?
¡Dios!
Necesitaba sexo, y con urgencia.
Luego
caí en cuenta que no era lo más adecuado meter a Dios en mis asuntos sexuales.
Recliné la cabeza de mi silla y suspiré. Necesitaba a un amigo, a un amante, a
alguien que me abrazara en las noches o por lo menos me enviara un mensaje de
texto deseándome buenas noches y buenos días y todo eso lo quería en una sola
persona…que quizá ni existía.
Siempre
la familia Lace lograba descolocarme, de una manera u otra y la confirmación de
esa afirmación llegó el miércoles cuando Claudia abrió la puerta de la oficina
como un ciclón, bañada en lágrimas. Repitiendo “no puedo, no puedo”.
Salí
corriendo a la puerta para ayudarla a calmarse. Natalie y Laura me veían con
ojos desorbitados del miedo. Nunca habían visto a Claudia así. Yo las despaché
y les dije que las mantendría informadas. Se quedaron en la tienda con cara de
funeral.
Le
preparé un té de tilo a mi socia y me arrodillé frente a ella que se cubría el
rostro con las manos. Le acerqué la taza de té.
—Clau,
querida ¿Qué te sucede? Dime qué es lo que no puedes y yo te ayudo. Sabes que
estoy para ti en lo que quieras, cuando quieras.
Mi amiga
no paraba de llorar.
—Claudia
cálmate y explícame así no te puedo ayudar.
Luego de
unos minutos de sollozos, sacó del bolsillo de su pantalón un papel —No puedo
escribir la carta y solo quedan tres días.
Por un
segundo no entendí nada, pero al segundo siguiente todo encajó. La carta para
Thomas Hamilton. Mi amiga había estado tratando de escribir su carta por semana
y media.
No sabía
si relajarme y reír o preocuparme por la actitud de mi amiga. En realidad
ansiaba concursar. Quería ganar el concurso. Un concurso que yo había olvidado
por el trabajo…y por el beso de Sebastian –tenía que confesar–. Un concurso por
el que mi amiga lloraba como una niña desconsolada.
—El
concurso —solo puede decir como una tonta.
Ella
asintió —No puedo escribir, no tengo palabras bonitas como tú Nanna. No tengo
nada bueno que decir de mí. No soy dulce ni calmada. No soy educada ni tengo
ningún atributo especial. No soy inteligente ni amable. No soy como tú —mi
amiga rompió a llorar de nuevo— solo soy una rubia tonta con un negocio, soy
una más del montón.
Me quedé
observado –y acariciando el cabello– de esa mujer que por fuera era audaz,
sagaz, coqueta y segura de sí misma pero en el fondo ocultaba tantas
inseguridades como cualquier otra mujer. No sabía que decir. Sus palabras
demostraron como ella me veía. La alta estima en que mi mejor amiga me tenía
sin saber que yo no pensaba lo mismo de mí. Para mí ella era, después de mi
madre, la mujer que más admiraba en mi vida.
La
adultez apesta.
La tomé
de la barbilla y sonreí.
—¿Ves?
—me dijo— yo no tengo esa sonrisa. Yo no miro con esos ojos llenos de simpatía
y dulzura. Si Thomas Hamilton viera tus ojos, tu mirada, se enamoraría de ti en
un segundo.
—Bueno,
ni Thomas Hamilton está aquí para enamorarse de mí, ni yo soy todo lo que tu
dices ni tu eres una rubia tonta. Bueno solo a veces, como ahora —mi amiga rió
entre lágrimas—. Vamos, levántate, anda a limpiarte la cara, no querrás que
nuestra exclusiva clientela te vea en esas fachas —mi amiga se levanto y
asintió—, y lo próximo que vamos a hacer es instalarnos a escribir esa maldita
carta. Y a pensar en el traje que usarás para esa cena.
Claudia
lanzó esa sonrisa derrite-icebergs justo como Sebastian y entró al baño.
Mi amiga
volvió a ser quien era mientras escribimos una hermosa carta llena de gracia y
buen humor, y enumerando cada una de las razones por las que Clau era la mejor
para cenar con el actor.
La
sonrisa en el rostro de mi amiga valía más que cualquier premio que yo podía
ganar. Rió con mis escritos de poetiza, yo cantaba la carta como un juglar
tocando mi laúd imaginario. Mi amiga se desternillaba de risa.
Había
logrado mi cometido. Claudia volvió a ser la mujer divertida y sin control que
siempre fue.
Luego de escribir la carta la invité a tomar
una copa en uno de los restaurantes del centro comercial. Naty y Laura se
quedaron aliviadas cuando vieron a mi amiga reír como siempre.
Ya en el
pub Claudia pidió un escocés en las rocas y yo una copa de vino tinto.
—Vi el
ramo de rosas en la oficina —me dijo sin mirarme, jugando con un cenicero de la
barra —Sebastian pasó por ahí supongo.
—Me besó
—solté sin preludio.
Mi amiga
abrió sus grandes ojos verdes —¡¿Qué?!
—Eso —me
encogí de hombros— me besó y yo dejé que lo hiciera.
—¿Có-
cómo que te besó? ¿Y tú te dejaste?
—Eso
Claudia, no me hagas repetirlo más, que a medida que lo hago me doy cuenta del
error que fue.
—Es que
necesito que lo repitas varias veces, para que mi cerebro lo entienda y lo
procese.
—No me
siento orgullosa Clau, pero conoces a tu hermano, y bueno, debo confesar que me
hace falta alguien que me bese, y me abrace —suspiré.
—Te
entiendo Nanna, pero ese bastardo no es el mejor, quiero decir, es mi hermano y
sabes que lo amo con locura pero es un bastardo casanova. Aunque debo admitir
que tú eres especial y todos los días se arrepiente de haberte tratado como lo
hizo. Quizá es verdad y quiere enmendar las cosas contigo. No lo sé —esta vez
fue su turno de suspirar—, con Bastian nunca se sabe. Aunque quiero que
entiendas que si quiere algo, va a hacer todo lo posible por conseguirlo.
—Sí,
incluso un fin de semana en Southampton.
—¿Sacó
la carta bajo la manga de Southampton? —asentí— el muy bastardo —mi amiga soltó
una carcajada—. Solo puedo decir que te aprietes el cinturón, estás a punto de
entrar en la zona de ataque de un Lace, así que aguántate.
—Como si
no me bastara con una Lace, ahora el otro vuelve al ataque.
Claudia
lanzó una carcajada y estuvimos en silencio mientras nos terminamos nuestros
tragos.
—Gracias
por lo de hoy. Gracias por ser la mejor amiga, Roses. No olvides hacer tu
carta.
Me
encogí de hombros y sonreí —No fue nada.
Nos
despedimos y bajo la brisa fresca de la primavera fui a casa inspirada con la
mejor razón para escribir mi carta. Mi amiga.
*****
El actor
se levantó de la cama en silencio.
La
pelirroja todavía estaba dormida y casi podía adivinar que tenía una sonrisa en
el rostro. Como él.
Había
sido una noche bastante activa. Después de la premier de la película no había
mejor manera de liberar el estrés que con muchos tragos en la fiesta que daba
la productora.
Falso.
Si había una mejor manera, salir de la fiesta con una hermosa pelirroja de la
mano. Tomar el ascensor del hotel y llegar a la suite sin la chaqueta, la
corbata y con la lengua dentro de la boca de la mujer.
Como
siempre los nombres estaban demás aunque ella sabía perfectamente quien era él.
A él no le importaba quien era ella.
Solo le
importaba que la mujer tenía unos labios carnosos. Un lunar muy sexi en su
cadera y era pelirroja natural.
Rio otra
vez mientras abandonaba la suite.
Vio la
hora, 11:00 a.m. Maldición. Presionó el botón del ascensor. Revisó su teléfono.
Tenía 4 llamadas perdidas de Robert. Lo llamó.
—¡¿Dónde
diablos estás?! —le gritó el representante.
—Sí, sí.
Lo siento. Me quedé dormido.
—Con
Lilly Scott.
¡Ah! Así
era como se llamaba la pelirroja.
—Sí,
pero ya voy en camino para allá.
—Ten la
decencia de darte una ducha y cambiarte de ropa —Thomas soltó una carcajada—.
Ve, te paso buscando. Mañana es el último día de la recepción de las cartas y
tienes la rueda de prensa.
El actor
maldijo otra vez. Las cartas del demonio.
—¿Hasta
cuando va a ser este tormento?
—La
semana que viene. El sábado estarás cenando con la ganadora. Se tomarán las
fotos de rigor. Sonreirás con esa hermosa sonrisa que tienes y te iras a casa
feliz porque tienes el doble de fanáticas y todas las productoras te querrán
porque eres un éxito de taquilla seguro.
—¿El
doble de fanáticas? ¿Por haber cenado con una?
—Mi
pobre Thomas, todavía aturdido por el elixir del amor —le dijo Robert burlón—.
Piensa un poco. Las fanáticas te verán como un hombre accesible, como un tipo
famoso que está cerca y que cualquier mortal se podría enamorar de ti y tu de
ella. 10 millones de mujeres lo pensarán.
Thomas
sonrió —Eres un maldito genio. Nunca se me hubiese ocurrido, debe ser porque no
tengo una mente diabólica como la tuya.
—Todo sea
por mi trabajo —respondió el agente satisfecho—. Ahora mueve tu delicado
trasero y apresúrate. Te quiero hermoso para la prensa.
El actor
soltó una carcajada mientras subía a su Jaguar descapotado. Era un hermoso día
para leer cartas de amor.
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